La
migración humana es tan antigua como la historia. Incluso la migración a
lugares distantes y culturas remotas no es nada nuevo. En el siglo diecinueve,
millones de europeos buscaron libertad y prosperidad en el continente
americano, particularmente en los Estados Unidos. Lo novedoso hoy en día es la
escala de la migración, que a menudo cruza enormes barreras culturales... y con
frecuencia sin un objetivo claro.
Los africanos que cruzan el Mediterráneo en pateras a
menudo no están siquiera seguros de si desean vivir en Italia, Alemania o Gran
Bretaña. Incluso los que saben a dónde desean ir, como los norafricanos en
España y Francia, o los turcos en Alemania, tenían como prioridad escapar de la
desesperanza de sus países de origen, no llegar a un destino en particular.
Esta
moderna forma de migración genera grandes problemas a los países que la
reciben. En Europa es probablemente el problema social más grave de la
actualidad, ya que nadie tiene una idea definida acerca de cómo manejar el
choque de culturas resultante.
Había
un tiempo en que América del Norte, en especial los EE.UU., parecía tener la
respuesta. Fue la del "crisol de culturas": diferentes pueblos
hicieron su propia contribución a la cultura estadounidense, pero, sobre todo,
hicieron todos los esfuerzos posibles para aceptar la cultura que encontraron e
integrarse a ella. "No", contestó la mujer rusa que llegó a los
EE.UU. a principios del siglo veinte a su nieto, cuando éste le preguntó si sus
ancestros llegaron con los peregrinos del Mayflower. "Nuestro barco tenía
otro nombre, pero ahora todos somos estadounidenses".
Últimamente
esto ha cambiado, dando origen a un proceso descrito por Arthur Schlesinger,
historiador y ex asesor del Presidente John F. Kennedy, en su libroThe
Disuniting of America .
Ya no todos los ciudadanos de EE.UU. son estadounidenses. Se han convertido en
estadounidenses con denominaciones compuestas: ítaloamericanos, afroamericanos,
hispanoestadounidenses. Los ingredientes del crisol de culturas se están
separando.
Incluso
en Israel, el último verdadero país de inmigrantes (al menos para los judíos)
la asimilación ya no es tan fácil. Quienes han llegado últimamente desde Rusia
tienen su propio partido político, y los viejos europeos se han convertido en
una clara minoría.
Israel
y EE.UU. siguen teniendo mecanismos para integrar a los nuevos inmigrantes. El
idioma es un importante factor subyacente, y en Israel está el ejército,
mientras en los Estados Unidos los valores contenidos en la Constitución
todavía representan un credo secular compartido.
Pero
estos mecanismos se están debilitando en todo el mundo y prácticamente son
inexistentes en los países europeos. Las sociedades modernas se caracterizan
por agudos problemas de pertenencia. No ofrecen los lazos implícitos e
inconscientes de comunidad que los ciudadanos sentían en el pasado. Como
resultado, la gente ha comenzado a aferrarse a otras identidades de grupo más
primordiales. Se resisten a la asimilación, temiendo que les robará su
identidad sin ofrecerles una nueva.
¿Cuál
es entonces la alternativa a la asimilación? La "ensalada" del así
llamado multiculturalismo no es una alternativa real, ya que no proporciona los
lazos necesarios para unir a las comunidades. Todos los ingredientes permanecen
separados desde el comienzo.
La
única alternativa viable para la que hay ejemplos es probablemente la de
Londres o Nueva York. La principal característica de esta alternativa es la
coexistencia de una esfera común compartida por todos y un grado considerable
de separación cultural en la esfera "privada", particularmente en
cuanto a áreas residenciales. El espacio público es multicultural en términos
de los orígenes de las personas, pero está regido por valores aceptados,
incluso un idioma común, mientras que las vidas privadas de las personas se van
transformando (y voy a usar una palabra malsonante) en un ghetto.
En
teoría, esta es claramente la segunda solución posible a las consecuencias de
la migración; en la práctica, es la mejor respuesta que tenemos. Pero no se
puede lograr gratis. Incluso el necesario elemento mínimo de un idioma común
requiere de un esfuerzo deliberado, por no mencionar ciertas reglas de
conducta.
Como
habitante de Londres, me maravillo de la manera en que nosotros los londinenses
hemos podido aceptar con normalidad las tiendas familiares indias o el
transporte público manejado por caribeños. Tampoco hacemos muchas preguntas
acerca de los distritos enteros que son bengalíes o chinos. Nadie ha encontrado
todavía un nombre para esta nueva versión de la doctrina de los "separados
pero iguales", contra los que algunos de nosotros luchamos tanto en la
década de los 60: vidas privadas separadas en un espacio público común que es
igual para todos.
Esto
es claramente más fácil en Londres y Nueva York que en ciudades más pequeñas o
incluso en las capitales de países donde el idioma mundial, el inglés, no se
habla. La comunidad turca de Berlín y las comunidades norafricanas alrededor de
París parecen separarse cada vez más, con su propia esfera pública y a menudo
su propio idioma. En los lugares donde esto ocurre puede surgir un potencial
explosivo, una especie de separatismo desde dentro, no de grupos separados
históricamente sino de recién llegado contra nativos.
Si
nos vemos obligados a abandonar la esperanza de una asimilación, nos deberíamos
concentrar en crear un especio público al que todo contribuyamos y del que
todos disfrutemos. Idealmente, debería ser un espacio público creciente, ya que
a fin de cuentas la unidad como elemento de una sociedad moderna es la garantía
de la libertad de sus ciudadanos.
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